Llamada de última hora. “¿Te apetece ver al súper joven genio Behzod Abduraimov en un concierto para dos pianos?” “¿De verdad necesitas que responda? ¿Dónde y a qué hora?” Así es como empezó esta velada: inesperada a la par que deliciosa. Visitaba por primera vez el Cadogan Hall, una vieja iglesia convertida en sala de conciertos que celebra su 10º aniversario este año. Un espacio agradable con buena visibilidad desde cualquier localidad, cuya única flaqueza es un exceso de altas frecuencias en su acústica. Pero quitando eso, una sala y una temporada muy interesantes.
Una segunda sorpresa me esperaba allí: la Orquesta de Cámara Inglesa (ECO en inglés) al completo tocaba con los dos pianistas, bajo la batuta de Andrew Litton. El programa, no demasiado edulcorado (Ravel-Mozart-Dvorák), me hizo entusiasmarme aún más. Eché en falta un poco más de concentración en la primera obra, Le Tombeau de Couperin. La complejidad de todos esos solos de las maderas, muchas veces sin la capa de las cuerdas envolviendo su sonido, precisa de una uniformidad de color que no estuvo presente desde el inicio. Quizá simplemente se echó en falta algo más de ensayo, ya que la ECO ofreció pasajes de gran calidad (por ejemplo el trío de maderas graves con pizzicati en el segundo movimiento, delicioso).
La aparición de los pianistas ayudó al resto de músicos a relajarse y olvidar el peso de los solos (algo especialmente patente en el esforzado primer oboe). Litton acompañó con la orquesta con efectividad, pero Abduraimov y Ioudenitch, su profesor, hicieron un trabajo tan espectacular que apenas escuchamos otra cosa que a ellos. ¿Alguna vez has visto una competición de salto en trampolín sincronizado? Imagina que esos saltos idénticos no se hacen a la vez, sino primero uno y después el otro, y sólo al juntar las grabaciones se viera la perfección de la sincronía… Parece imposible, ¿verdad? Pues esto es lo que estos maestros uzbekos consiguieron esta noche en el Concierto para dos pianos de Mozart (K365). La homogeneidad de su sonido, sus ideas musicales, la exactitud de los ataques y adornos… todo era perfectamente idéntico. Darse cuenta de repente de que cada frase la tocaba uno de ellos era abrumador, porque sonaban como si se tratara del mismo músico. El estilo de Abduraimov le llevará realmente lejos, con esa nitidez de su toque y la expresividad que fluye de sus manos. Ioudenitch tampoco se quedaba atrás. De hecho, todavía puede enseñar a su pupilo cómo dominar el amplísimo repertorio de ataques con que nos paró de deleitarnos. Dos pianistas increíbles formando un tándem perfecto. Qué afortunado me siento de haber podido disfrutarlos esta noche.
Y tras la pausa, la orquesta se sintió mucho más cómoda con las Leyendas de Dvorák. Las cuerdas desplegaron toda su majestuosidad y los vientos se unieron a ellas en un sonido mucho más redondo y consistente. El romanticismo también dio a Litton la oportunidad de desarrollar dinámicas más extensas para alcanzar una expresividad más apasionada. Lo mismo ocurrió cuando la orquesta volvió al impresionismo francés con Ma mère l’Oye: ofrecieron pasajes de gran belleza, finales en pianísimo deliciosos, efectos sorprendentes, diálogos consistentes… Fue una interpretación muy buena, pero al mismo tiempo resulta extraño que una orquesta con una vocación camerística se sienta más cómoda en las obras más sinfónicas. Pero dejemos esa idea para otro momento. Esta noche pesan mucho más las buenas sensaciones, los momentos sorprendentes y sobre todo ese tándem Abduraimov-Ioudenitch tan perfecto. ¡Por muchas veladas de buena música como esta!
© Marco Misheff. Dos pianos